Según el diccionario “decente” significa: “Justo, debido”; “conforme al estado de la persona; “adornado, aunque sin lujo, con limpieza y aseo”. Dicho esto el Vaticano es indecente. Precioso, lujoso, bello pero excesivo hasta rabiar. La bienaventuranza de Jesucristo a los pobres anunciando que de ellos será el reino de los cielos pierde su sentido en cada sala porque el Vaticano es el reino del lujo y el arte en la tierra. Además, sus tiendas deben ser las que más “cash” mueven de toda Italia dado que desde este año (2013) no dejan usar dentro tarjetas de crédito. Pueden, al menos, usarse para comprar la entrada a su museo y capilla Sixtina por Internet (con 60 días de antelación). Es la fórmula para ahorrarse la cola de 3 horas que hay para adquirirla in situ. La otra opción es comprarla en una especie de kiosco-oficina de turismo que hay fuera de la columnata de San Pedro, que cuesta casi el doble pero te “cuelan” legalmente incluyéndote dentro de un grupo, para luego olvidarte en su interior. Ah!, el precio: 16 euros (los domingos cierran).
No sabíamos la opción de Internet y compramos el billete caro de “grupo” para colarnos y no esperar cola (luego vimos que te saltas la cola del billete, pero no la de acceso, aunque en ésta apenas son 15-20 minutejos).
Una vez se ha accedido al interior del Museo Vaticano, el tiempo puede dejarse aparcado porque faltan horas y ojos para apreciar la ingente cantidad de frescos, estatuas y objetos que hay en su interior. Para empezar, uno se topa en una especie de claustro-patio con el Laoconte que estudió en COU. Un monumento escultórico cuyo autor retorció el mármol como plastilina para dar vida al martirio que sufrió el sacerdote de Troya que alertó, sin que le escucharan, a sus soberanos, a no aceptar el caballo de los griegos. Murió con sus hijos devorado por serpientes.
Después uno accede a las galerías, atestadas algunas de estatuas hasta lo inimaginable (entre sus miles de piezas pasan desapercibidos el pequeño Pensador y Baco). Se suceden las salas con frescos impresionantes y suelos de mármoles de mil colores que te hacen pensar, cada vez que entras en una, que has llegado a la afamada capilla Sixtina. Cuando llegas a la de verdad no tienes duda. Masificada, todos los turistas sacan fotos en cuanto se despistan los guardias en una especie de avalancha humana que se mueve torpemente hacia la puerta de salida.
Y los guardias… te dicen que no les hagas fotos pero con esos uniformes es imposible no hacerlo! Solo se ven una vez al año. El acceso al museo vaticano te permite también ver la sala de transportes de los papas. Pese a los lujosos carruajes, creo que el modelo estrella es el blanco que todos reconocemos de Juan Pablo II, el papamóvil.
El broche final, tras más de 4 horas pululando por el Vaticano, saliendo de éste por una escalinata en espiral espectacular, uno llega a la basílica de San Pedro.
Es fácil imaginar que se hizo con los mármoles de todos los palacios de Nerón y compañía porque los hay de todos los colores y texturas. Se mezclan en suelos, columnas, paredes, como en la basílica se mezclan los fieles a la religión y al arte, y chocan sensaciones contradictorias, como el dolor que emana de la Pietat con la riqueza y pomposidad del templo. Se puede también subir a la cúpula, pero es una opción no apta para claustrofobias.
Salimos a la plaza para curiosear con las formas de las de las estatuas que lucen en la cornisa del Vaticano, los grabados en el suelo y el obelisco egipcio que, con 40 metros de altura, fue trasladado por Augusto para ponerlo en el circo, siendo trasladado después frente a la basílica de San Pedro por un millar de obreros.
Dada por terminada la visita al estado del Papa fuimos al Castillo de Sant Angelo. Este lugar (que también aparece en “Angeles y demonios”, la peli que da cuenta de los «archivos secretos«), tiene gran relación con los papas, pues ya uno, Clemente VII, estuvo refugiado y cercado en él. Dentro del castillo puede cenarse, pero sus precios son astronómicos. En su lugar, hay terrazas junto al río Tíber, a escasos metros del castillo, y que se cruza por el afamado puente Aelius.
Por la noche regresamos al hotel en metro para disfrutar de nuevo de la “amabilidad” del funcionariado italiano. Eché una moneda de 2 euros para comprar el ticket, que se quedó la máquina sin darme el billete. Pedí a la chica de la cabina que me lo diera, que abriera la máquina, o me entregara los billetes y me contestó que no, que»estaba bien claro el “letrero” de la máquina en la que decía que «no funcionaba». Insistí en que no había cartel alguno y pedí hoja de reclamaciones, que no me dio alegando que no tenía. Y se quedó tan pancha. Conté a diez, calmé la ira, regresé a buscar el «cartel de no funciona» y al ver el «grafiti» lo entendí todo. Mejor seguir camino y tomarnos unas cervecitas por el hotel para olvidarnos del asuntillo del metro y quedarnos con los buenos ratos del día, que habían sido muchos. Indecente o no, el Vaticano merece la pena verlo, llega a dejar sin habla, como su historia.
Esto se me ha hecho corto, demasiado corto, es genial.