Si hay un restaurante famoso en Madrid que ha tenido entre sus mesas a soberanos, presidentes, artistas, escritores, toreros, bohemios y famosillos con y sin pedigrí es Casa Lucio. En pleno barrio de la Latina, este restaurante es mucho más que eso. Es la vida de un señor que trata por igual a reyes que a lacayos, a comensales que portan billetes de 500 que a los que se rascan 10 euretes que completan con suelto para darse el capricho de comer un día allí.
Lejos de creerse el rey del mambo (o el señor de los huevos de oro), Don Lucio cuida a cada cliente como si fuera el más importante,ofrece en su carta platos asequibles y sigue a los pies del cañón controlando como marcha el negocio. La ración de sus archifamosos «huevos estrellados» -elaborados en cocina de carbón con patatas gallegas, huevos de El Barranco y aceite de Jaén- cuesta 6 euros. Además, cada día ofrece un guiso casero y copa de vino por entre 12 y 15 euros. Los lunes, lentejas. Los martes, fabada asturiana. Los miércoles, cocido. Los jueves, judías con faisán… El rabo de toro, el sábado…
Nosotros entramos por los huevos y nada más cruzar la puerta nos llevamos la primera gran sorpresa: Don Lucio, con sus 80 años, vistiendo chaqueta blanca impoluta de camarero, tendiéndonos la mano enérgico y afable y dándonos la bienvenida como hubiera hecho con la mismísima Lola Flores. Mi madre no disimuló la alegría y le recordó tiempos en los que al parecer acudía cuando yo ni existía. Con sonrisas, cogiéndonos con fuerza, como hubiera hecho mi abuelo Herminio (a quien me lo recordó bastante), nos hicimos una foto para inmortalizar el «reencuentro». Después un camarero llamado Carlos nos acompañó hasta la mesa 8.
Como los demás camareros, Carlos vestía chaqueta blanca de corte años 60 y pantalones negros, iguales que los botones, y corbata. Sobre la mesa, en una sala casi llena, nos aguardaba un Marqués de Cáceres de 2009 redenominado Casa Lucio. Tras hacer la comanda, nos quedamos comentando la triunfal entrada.
En breve apareció un señor vendiendo lotería, que a tenor de su edad tendría tantos años como Lucio. Seguro que llevaba tantos como Lucio vendiendo boletos en el restaurante. A mi padre el señor le recordó a otro que se ganaba perrillas haciendo lo propio en los trenes de cercanías que iban de Príncipe Pío al Espinar. Sí, si, en el tren de cercanías montaba rifas en las que el premio era parte de la recaudación. El ganador salía del azar de una baraja de cartas.
Dando cuenta de la botella de vino (16 euros), degustamos además de los famosos huevos unas setas que estaban de fábula y un arroz con leche casi tan rico como el de mi abuela Angelita.
Con «extras» la cuenta, que pudo quedarse en 12 euros con huevos para dos a repartir, pan y agua, subió a casi 70 pavos (más propina), pero mereció la pena. Todo estaba buenísimo y el servicio fue ejemplar. Además dio gusto descubrir que nuestro eficiente camarero Carlos, como otros de la casa, llevaba más de dos décadas trabajando para Lucio, casi desde que llegó, según nos relató, desde León en un tren de madera y con una maleta de cartón. Lástima que las empresas no apuesten por la fidelidad de sus trabajadores, por cuidarles y hacer de ellos sus mejores embajadores, como hizo del restaurante este camarero a punto de jubilarse.
Nos invitaron a unos chupitos y nos despedimos de Carlos. En la puerta nos esperaba otra grata sorpresa. La despedida de Lucio y familia que, como en cualquier restaurante «normal», acababan de terminar de comer en la peor mesa del local. Aproveché para preguntar porqué, entre tantos galardones, premios, recortes de periódicos, etc, tenía una réplica de un cartel de una calle de Alicante con su nombre. Se debe a que siente amor por la tierra alicantina a la que es fiel pasando cada veraneo en las playas de San Juan y la ciudad, para corresponderle, le dedicó hace años un vial.
Y algo más charlamos con Don Lucio y su encantadora familia, heredera de su simpatía, cercanía y saber estar.
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