Valencia es preciosa. No es esta la primera vez que paseo por ella, pues tiempo atrás ya lo hice, pero esta vez lo hago con otros ojos. Esta vez he decidido hacer el paseo como si no supiera nada de ella para dejarme llevar por su estética, por su arquitectura, por su lado más bonito.
Lo hago dejando en el hotel, en la maleta, todo lo que se sobre la corrupción de su clase política, sobre los gastos desmesurados de gobiernos que primaron antes que la Educación y la Sanidad los fastos y las carreras (la F1 el próximo año se va a Barcelona). Lo hago olvidándome de la manifestación por las víctimas del metro con la que me topé en el primer paseo y me dejo llevar por una ciudad amable, fresca, amplia, donde sus gentes pululan en bicicletas y al caer el sol salen a correr y a pasear por las grandes avenidas.
Me dejo llevar por un centro histórico lleno de encanto en el que uno va tropezando con pedazos de un pasado de batallas, retos y hazañas.
Subo a algunas de sus torres para intentar ver desde ellas sus lugares mágicos, como el mercado o la lonja, y los confines de la población y los lindes de sus barrios, como el del Carmen, tan turístico, o el del Cabañal, tan tempestuoso.
También me dejo llevar entre las callejuelas para disfrutar con la creatividad de quienes han reinventado los pequeños comercios de antes, disfrutando con sus escaparates y su estética.
Y para finalizar la tarde, un clásico: la horchata con los fartons y muy buena compañía. Como si fuera una turista más. Una visitante de paso por esta ciudad del siglo XXI.