Cuando llega el verano

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Cuando llega el verano se me llena la cabeza de grandes momentos que en su momento no tuvieron importancia. Son recortes que no cambiaron mi vida, pero que sin ser cruciales son hoy el flotador que mantiene el espíritu de una época que se desvanece.
Una hilera de patinetes playeros en un atardecer en calma se convierte en chapoteo y risas. Sobre su inmovilidad avanzo con mi amiga Zazo por la bahía de Aguadulce, ambas con la risa floja tras convencernos de que salir no ha sido buena idea por si aparece un gigantesco tiburón. Risas.
Mi sonrisa mira a tierra y llega a Boiro, Galicia. Llega a la arena que escapa de las manos de una niña de ciudad que imagina vivir en la orilla del mar.
Ahí está. Con el infinito delante, en vez de las olas escucho el runrún de la depuradora de una piscina de la sierra de Madrid. Los aspersores y el olor a hierba es adolescencia. Noches frescas.
«Por la cándida adolescencia» brindó Karen en sus Memorias de Africa mientras recorría la sabana con su apuesto cazador. Yo recorrí cada verano con Alicia, la noble «Pipa» y un Fiat Uno hecho polvo la Castilla que separa Madrid de Marbella y ésta de los Caños de Meca. Calor.
En la neblina que emana del asfalto se atropellan los sabores. Un café granizado sabe a litros de café con hielo derretido sobre apuntes de un examen final. Una horchata sabe a tarde de rebajas con mamá. Un mojito… Con un mojito soy capaz de viajar hasta Jonny Cay, la isla del agua de mil colores donde bailé bajo la lluvia hasta el amanecer con mi amiga Raquel. Veranos.

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