Cuando conocí a Tonky no éramos mayores.
Ni él, con sus primeras canas, lo era. Nos veíamos entre las mesas redondas del Café Populart de Madrid y otros garitos. Entre humo y whisky y grandes compañías.
Con Tonky tocaba el guapo Paul, del que quedó prendada para siempre -sin correspondencia- mi amiga Alicia. Con él descubrimos la voz desgarradora y negra del capella de Chicago a quien llamábamos «Zag Pratter» y el saxofón inolvidable del gentelman William Gibs.
Por entonces Tonky rondaría mis ahora 40 y nosotras la edad en la que todo era posible. Acudíamos a verles, de cuando en cuando, para escucharles y charlar tras el concierto -vete tú a saber de qué- fumando y bebiendo felices de la vida.
Podían pasar semanas o meses sin vernos y era como si nos hubiéramos visto el día anterior porque nosotras éramos unas grupis, ellos eran músicos y el tiempo no corría.
Después, me fui.
Atrás quedaron los conciertos, las salidas con mis amigos, con mis amigas, las cervezas y las horas sin planes. Me fui y todo quedó atrás, tan lejos, que al regresar todo parecía evaporado.
Terminé viviendo en un pueblo junto a la costa del que jamás oí hablar. En él, por bromas del destino, hoy me rebelé contra el día a día y me fui de tercios sin mayor pretensión que pasar tranquilamente las horas.
Leía el periódico en un bar llamado El Raconet cuando lo encontré. Tonky de la Peña y su Blues Band están esta noche, 20 años después, a 20 kilómetros de mi hogar.
La Tonky Blues Band, leía, y mi mente decía «cuando podíamos serlo todo».
La Tonky, leía, y pensaba «tiempos en los que el mundo era nuestro».
La Tonky. «¿Dónde llegamos?»
Todos, con Tonky o sin él, hemos terminado siendo historias de Blues.