«Que Dios bendiga tus buenos humores, tu buen comer y tu buen beber, y no te haga faltar a esta cita…»
El texto acompaña la letrina del castillo de Montemayor del Río, una de las partes que curiosamente se ha mantenido intacta durante siglos sin necesidad de restauración alguna. Lo sé porque la recuerdo de la última vez que estuve en él, aún niña. Cómo olvidar un váter de piedra con caída libre de 10 metros para tordos. Lo que no recordaba era la leyenda de la atalaya y su bella Princesa…
Había una vez, hace muchos, muchos años, una Princesa que vivía en el gran Castillo del Marquesado de Montemayor del Río. La villa feudal era la más importante en kilómetros a la redonda por su estratégica posición en la Vía de la Plata y por ser parada de paso de la Calzada Real. Así, superaba con mucho su prestigio frente a la vecina Béjar. Y sin embargo, era allí donde estaba lo único que deseaba la Princesa: su amado.
Un amor prohibido para la hija de los descendientes del mismísimo Sancho el Sabio, pues debía casar con alguien de más alta alcurnia y poseedor de grandes riquezas para engrandecer el feudo. Esto le llenaba de pesar, marchando a diario con su tristeza hacia alguna de las torres del Castillo. Allí pasaba las horas mirando hacia el bosque encantado, envidiando la libertad de sus animales.
Bajo ella se desplegaba como un mapamundi el valle arbóreo a través del cual trazaba su huida, ajena a los vasallos que, abajo, cuchicheaban lo impropio de que una dama dejara que el sol le tintara la piel y el viento enmarañara cada día sus cabellos.
Ella también los miraba, viendo en ellos muros y cadenas. Si lograba salir del castillo, de su gran foso y su doble muralla, no podría sortear las miradas de los villanos. Temían al Señor más que a nada y raudos darían la alarma. Los calabozos de la fortaleza eran famosos. En ellos se espachurraban cabezas, se arrancaban pechos y se hacían todo tipo de torturas con artilugios diseñados por el diablo.

Un día vio llegar al rico prometido con el que su padre terminó pactando su boda. Negándose a acudir al encuentro, la Princesa se escondió en la chimenea de la cocina. Para su sorpresa, desde su interior se escuchaban claras las conversaciones de la estancia. El Alférez Mayor llegó con uno de los soldados. “Aquí tampoco está. Bajemos a los calabozos, hemos de dar con ella y llevarla al salón o sufriremos la cólera del Señor. Hoy ha de marchar con el Duque!”.

La desesperación se apoderó de la Princesa. Cuando los soldados partieron salió del escondite y entonces lo vio. Sintiéndose entre las fauces de un monstruo, dio dos pasos y se lanzó al pozo.
Cayó y cayó dentro del pozo más profundo del reino hasta sus gélidas aguas. En ellas buceó como un pez hasta que de pronto vio una luz. Al emerger estaba sola, en una poza del río de ese bosque que no se cansaba de mirar. Se dejó llevar, libre y feliz en el agua, y entonces ocurrió. Se olvidó de marqueses, de príncipes y de amados y se convirtió en trucha.

PD: Este cuento está inventado, inspirado en la leyenda real del castillo, que cuenta que una princesa usaba el pozo para ir y venir de encuentros con su amado, que era de Béjar. Los escenarios expuestos son reales. No así la princesa, pues nunca vivió ninguna en el castillo. Sin embargo, la dama más inolvidable que tuvo una vida de novela. Se trata de Leonor de Guzmán, amante de Alfonso XI, de quien dicen era “la más dispuesta mujer que había en el reino”. Vivió con su amor hasta que éste murió y le dio un montón de hijos. Tras el fallecimiento del monarca, a buen seguro le hubiera gustado convertirse en pez para evitar su trágico final.
El castillo de Montemayor del Río podía verse con visitas guiadas hasta 2015.
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Un brindis por los buenos consejos de antaño. por los buenos humores, el buen comer, el buen beber, y yo añadiría, con una buena compañía…y por el placer de pasar un buen momento leyendo bonitas historias del pasado !!!
Me gusta el cuento de la princesa, aunque solo sea eso, un cuento