En los años 40 la llamaban la “ciudad del Dólar” por la potente industria textil que tuvo hasta que comenzó a desaparecer a finales de los 70, como le pasó a Alcoy (Alicante), debido a la desaparición de su conexión ferroviaria con el exterior. El nacimiento de aquella industria lo propició el paso del río Cuerpo de Hombre por la ciudad, sobre cuya veras crecieron las fábricas que utilizaban sus aguas cristalinas para teñir los tejidos.
Hoy Béjar es industrialmente hablando una ciudad en declive de la que huyen los jóvenes y cierran comercios. Pero esta perspectiva empieza a suavizarse al amparo de un incipiente auge del turismo.
Béjar ha lanzado la “Ruta de las Fábricas Textiles”, lo que le valió en 2016 la distinción como la mejor de Castilla y León, y gracias a ella, sus imponentes murallas, su geografía vertical, sus edificios de finales del XIX y XX y una fabulosa gastronomía a precios asequibles, resulta una ciudad perfecta para visitarla durante una jornada.
Para descubrir Béjar nada como empezar el recorrido desde una de las fábricas reconvertida en museo. Un trenecito turístico lleva hasta ella y después te recoge para devolverte a lo alto de la villa.
Pasado éste, el tren baja por el otro lado de la ciudad hasta el Museo Textil montado en la vieja fábrica “San Albín”. Está sobre el río y sólo acepta visitas en grupo, con lo que es hay que esperar a las horas en punto en que empiezan. Dentro pueden verse infinidad de máquinas con las que tejieron a lo largo de los siglos, además de ver telas y trajes hechos con los “paños” de Béjar.
La visita dura aproximadamente una hora, con pases en verano a las 10, 11, 12 y 13 horas de jueves a domingo del 22 de agosto al 4 de septiembre. El edificio tiene tres plantas y en ellas se ve todo el proceso textil de antaño: dónde esquilaban las ovejas, el lomo urdidor, una rueca de más de 200 años, los precios de los antiguos telares y lo que se pagaba a los trabajadores en cada época, la máquina para cordeles a la que llamaban “la de hacer cuerdas de piano”, maquinaria antigua, trajes y curiosidades como el hecho de que el “caqui” fuera uno de los colores más difíciles de teñir.
A pocos pasos del palacio hay infinidad de bares y restaurantes. Nosotros entramos en el Abrasador de Armando y la verdad, todavía nos relamemos de pensar en los manjares que nos pusieron: deliciosos pimientos de piquillo rellenos de “ trocina” de ternera con salsa de oliva y miel, ensalada de monte y campo, y parrillada. Espectacular hasta en el precio.
Tras las generosas viandas el descenso tranquilo por la ciudad hasta su parte más baja (donde dejamos el coche), se hizo no sólo amena sino necesaria. Por el camino nos topamos con dos ilustres personajes en bronce que vimos en el ascenso de pasada: Don Quijote y Sancho Panza. El motivo de que la ciudad los recuerde es que Cervantes dedicó su «best seller» a su protector y mecenas: el Duque de Béjar.
Lo compramos en un establecimiento que está en la Calle Obispo Zarranz y Pueyo, Embutidos Sierra de Béjar, donde también te lo deshuesan y envasan al vacío si lo pides con antelación (algo idóneo para trasladarlo después a tierras menos amigables con productos curados). Por cierto, el edificio en el que se encuentra fue también una fábrica de tejidos, la de José Mussons, un catalán llegado en el 39 justo después de la Guerra Civil, contratado a su vez por otra fábrica en la que estuvo hasta el 44. En 1974 tenía hasta 220 trabajadores y capacidad para producir un millón de metros anuales entre franelas, cheviot, gabanes y estambre, lo que da una idea de lo catastrófico que fue para la población la desconexión ferroviaria, teniendo en cuenta que tras ésta no aguantó ni una década más abierta.