Una cosa que hay que hacer si uno quiere aprovechar un Crucero por el Mediterráneo es madrugar. Lo hicimos partiendo a las 8 horas rumbo a la ciudad construida sobre “un mosaico de más de cien islas bajas en medio de una laguna cenagosa”, como decía el Diario de a Bordo que nos entregaron en el Crucero. Tras un desayuno generoso (como serían las cenas, hasta que regresamos con 5 kilos de más por barba), un «vaporetto» con guía nos llevó por los canales a la plaza de San Marcos. Allí nos dieron un mapa y 5 horas para descubrir la ciudad.
Uno ha visto tantas veces Venecia en las películas que cuando llega allí por primera vez tiene la impresión de haberse colado en un rodaje. La Plaza de San Marcos es alucinante, con su basílica impresionante, gracias a su fachada bizantina. También su interior es tremendo. Tiene cúpulas doradas que cubren un iconostasio. ¿Que qué es eso? Pues una serie de imágenes sagradas que tiene tres puertas, separando el presbiterio y su altar del resto de la iglesia. También tiene un curioso Atrio, y lo que más me gustó, un pavimento de mosaicos precioso con aves y formas vegetales.
También en la plaza de San Marcos está la Torre del Reloj, junto a la que nos fotografiamos, y el Campanario de San Marcos o Torre de la Campana, a la que subimos contemplando desde lo alto toda Venecia. Como curiosidad, decir que la actual torre no es la original. La primera, construida sobre restos romanos en 1514, se vino abajo en 1902, siendo reconstruida hace un siglo (1912).
Tras bajar fuimos hacia el Gran Palacio Ducal, pero lo vimos por fuera por la cola que había para entrar. En vez de ver el interior de la residencia de los duques de Venecia, nos dejamos llevar por las enjutas calles y canales de Venecia. Ver sus góndolas y palitos bicolores te infunde romanticismo. Hasta nostalgia. Se pasa en cuanto preguntas lo que cuesta un paseito en esas lánguidas barcas: 90 pavos media hora. ¡Jarr! Qué susto!
Andandito felices proseguimos fijándonos en las paredes desconchadas, en las placas que indicaban residencias temporales de personajes ilustres y en las mil y una tiendas de máscaras que hay hasta llegar al Ponte Rialto, todo un clásico en el que hay que tener cuidado con el bolso y con no quedar aplastado. El barullo es aún mayor que en el rastro madrileño, pero claro, no es lo mismo. Desde lo alto se ven unas vistas que habrán sido retratadas millones y millones de veces. Aquí os la dejo:
Proseguimos marcha, entrando en alguna tienda curiosa, como una de papeles pintados y de cuadernos preciosa. Y callejeamos viendo otras iglesias y palacetes. En cuanto te sales de la ruta “oficial” descubres una Venecia sin gente, silenciosa, como sus antiguos telefonillos. Fue perfecto.
Como entiendo que no a todos les gusta “perderse” por una ciudad, informo que el barco ofrece también excursiones guiadas a las islas de Murano y Burano. No las vimos, pese a que nos contaron que la Isla de Murano es el relato de la Gran Era del Vidrio, el pasado en el que el islote tuvo hasta 37 fábricas que producían un vidrio demandado por toda Europa, ya que el secreto de su construcción se mantuvo a través de los siglos (de hecho, sólo los nobles podían ocuparse de tal oficio).
La de Burano habla sin embargo de telas y algodones, del pueblo de pescadores que se hizo famoso por los bordados de sus mujeres.
A la hora convenida, todos, regresamos a los muelles junto a la plaza de San Marcos para volver al barco, donde nos esperaba un obligado simulacro de emergencia y los primeros mojitos. Con ellos vimos alejarse Venecia, deseando amanecer viendo Dubrovnik aproximarse.


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