Hace muchos años hice un cursillo de buceo en la isla de San Andrés que me quitó las ganas de sumergirme en las profundidades marinas. No es que el curso fuera malo, es que me entró el pánico en cuanto enseñaron los gestos que advertían la llegada de bichos marinos que yo, gracias al cine, siempre he considerado carnívoros en potencia.
Total, que las bombonas y yo jamás llegamos al bote, quedándonos en la orilla con las ganas de pulular libres bajo el mar. Desde entonces cada vez que veo un buzo lo miro con interés y quizá por ello aluciné cuando una amiga me comentó que su marido iba a buscar trabajo buceando en alta mar.
Extrabajador de la construcción ya ha alcanzado sus 40 años de vida y más de dos en paro. Harto de buscar faena en tierra, se ha apuntado a un curso en el que comparte aula y bote con biólogos marinos, bomberos y jóvenes de dispar formación dispuestos a encontrar una salida laboral a 30 metros de profundidad. Quieren ser buceadores profesionales y para ello, durante seis semanas, en unos días acudirán a una escuela (Ali-Sub en Villajoyosa) para sacarse el título oficial.
En el curso les enseñan cómo realizar labores de mantenimiento de instalaciones subacuáticas como piscifactorías, obras en altamar, instalación de fondeos, puertos, además de poder realizar estudios y seguimientos de esas especies marinas que tanto miedo me dan.

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