No espera el viandante toparse con el templo de Diana en medio de las estrechas calles de Mérida. Quizá por ello la sorpresa es mayúscula cuando tras el recodo de una esquina, después de estar viendo casas menudas de una o dos plantas, se eleva frente a ti ese Partenón (de tamaño muchísimo menor al de Atenas).
El templo de Diana se encuentra en una zona muy deteriorada hace años, hasta que demolieron las casas que había a su alrededor y pusieron el lugar en valor.
A su alrededor hay un edificio moderno, tristón y simplón, con columnas limpias y unta terraza rectangular. Al parecer la construcción pretendía recuperar el espíritu del lugar, devolviendo el uso de la plaza al pueblo, al tiempo que ensalzaba el templo principal.
Hoy parece inacabado, pero al menos, su estructura cobija el monumental templo. También en el frente hay sillares de granito de un edificio musulmán, quizá del gobernador que mandó construir la alcazaba.
Al lado derecho, están los restos de un edificio visigodo izado sobre el foro romano, justo donde hubo una piscina.
En la pared contigua hay un retablo de la desaparecida iglesia de Santa Catalina, edificada a su vez donde también antes hubo una sinagoga en ese empeño habitual de los hombres de tapar con sus obras las que hicieron sus antecesores.

Tras las columnas está el Palacio de los Corros, de finales del siglo XV, y a pocos metros se llega también al pórtico romano que daría acceso al foro.
Se trata de una entrada flanqueada con estatuas, estanque y frisos decorados con caras de dioses sobre columnas de capiteles corintios.
Continuando la marcha, por la calle José Ramón Mejide, se llega a otra casa señorial romana, aunque desde el exterior uno no lo imagina. Por fuera es un edificio alto y moderno de pisos con un portal aparentemente normal. Sin embargo, junto a este se accede a otro yacimiento. Cuando fueron a construir la casa se toparon con la romana y el constructor, a cambio de musealizarla, pudo construir alguna planta más de las autorizadas inicialmente para el proyecto.
Gracias a eso hoy está visible y en perfecta conservación uno de los mosaicos más grandes de Mérida, junto a restos de muralla. En este lugar explican también cual era el proceso para realizar mosaicos.

Frente a este “museo” hay un lugar de tapas muy famoso de Mérida, aunque caro. Se llama Nico Jiménez y tiene su fama por los Jamones y por que, como cortadores de jamón, ostentan un récord Guiness por haber cortado la loncha de jamón más larga del mundo, de 13.35 metros. Nos tomamos unas cervezas con una tapita y continuamos la exploración.
A dos pasos del bar, por detrás, están los restos de otras grandes termas, y en la parte superior de la calle, el Museo, el anfiteatro y el teatro romano.

El museo es imponente. Por fuera tampoco lo parece pero nada más entrar te ves dentro de una basílica romana… al menos podría serlo. Enorme, inmenso, de ladrillos, en sus amplias estancias muestran enormes mosaicos, estatuas, columnas… así como vitrinas que muestran desde monedas hasta útiles de la vida diaria y armas.
Frente al museo está la entrada al anfiteatro y teatro. Se accede por una zona ajardinada.
El anfiteatro está tan bien cuidado, o más, que el de Tarragona. Gradas altas y bien conservadas, con paneles que explican la colocación y el tipo de espectáculos que se veían en el recinto. Para llegar a la arena se baja por unas escaleras escolatadas por gladiadores de cartón que muestran, por sus atuendos, sus diversos orígenes. Finalmente se llega a la tarima que se colocaba sobre la arena, en la que antiguamente había trampillas por las que accedían también a escena las bestias.
Una de las puertas laterales del anfiteatro da a la del teatro. Sus gradas (cavea) en medio círculo, dirigidas a un escenario coronado por columnas y estatuas, podían acoger hasta a 6.000 espectadores y se dividían en tres partes, dejando la superior para los pobres. Hoy también se usa para el público la “orchestra”, donde se ponía el coro. Como por la noche había función no se podía acceder al escenario, aunque desde abajo se apreciaban las tres entradas por las que podían entrar los actores. Al contrario que los juegos del Circo y del Anfiteatro, el Teatro era dirigido para otro tipo de público con un interés más político que ocioso. Este dejó de usarse con la implantación del Cristianismo, que consideraba amorales las representaciones teatrales.
Actualmente sigue, gracias a “Dios”, activo con el Festival de Teatro Clásico de Mérida. La primera edición, curiosamente, fue unos años antes de la Guerra Civil, en 1933.
Antes de abandonar el teatro tuvimos la suerte de encontrarnos con el autor de Marco Aurelio, la obra que veríamos esa noche, Agustín Muñoz Sanz.

A medio día fuimos a comer algo por el centro comercial, pasando antes por la oficina de Turismo para coger algunos folletos sobre la provincia. No citaré el nombre del bonito y moderno restaurante porque la comida no era ni mucho menos memorable. Diré que tras ésta, bajando andando por las callejuelas, vimos el Mercado de Mérida –sus puestos ya estaban cerrados- muchas tiendas cerradas a cal y canto hasta las cinco y media de la tarde, la plaza Mayor, con su curioso ayuntamiento provisto de campanar, y aquí también el hotel Palace, un viejo palacio al que entramos para el café.

Tomando éste tuvimos la suerte de toparnos con quien habíamos visto poco antes en el restaurante: el actor protagonista de la obra, Vicente Cuesta, a quien deseamos mucha mierda y quien tuvo la gentileza de fotografiarse con nosotros.
Después, un último impulso bajo la calurosa Mérida hasta el hotel para estar descansados y frescos para la función de la noche.

Fue sobre las ocho y media de la tarde cuando volvimos al centro. Cenamos tapas y muy buen vino en un establecimiento modesto pero muy bonito llamado Gulae. Miguel, el gerente, nos asesoró según nuestros gustos para degustar caldos de la tierra. Inés del Alma mía, Chacona, Baldomero, Mansaborá, Entreluces… de tapas buenísimo el solomillo de cerdo ibérico a la plancha, la delicia de vieira y las croquetas, que harían llorar al mismísimo Chicote.
Con el estómago pleno y agradecido entramos en los jardines del teatro para tomar una copita antes de la obra en una terraza dispuesta a tal fin. Después, nos acomodaron en nuestros asientos de la orchestra. Entrando había alguno portando mantas porque en algunas representaciones hace frío… esta, desde luego, no podía verse sin abanico.
Estar de nuevo en el teatro, a oscuras, aguardando la obra, llama a la magia. La tragedia que esos días acaeció en Italia, con el terremoto, también llamó a la solidaridad y el recogimiento, pues se pidió un minuto de silencio que dejó el teatro mudo.
Tras él, Marco Aurelio, Vicente Cuesta, hizo su entrada para interpretar con gran éxito el drama final de un gobernante filósofo, uno que respetaba a su esclavo y a sus soldados y que rechazaba regalos que obligaban a posteriores favores… La obra se hizo contemporánea y Cuesta disfrutó cada minuto.
Excepcional también fue el ballet que daba vida a los temores, a la peste, la guerra, la muerte… El final fue un graderío que aplaudió a rabiar y que se levantó en su totalidad cuando “Marco Aurelio” saludó el último, tras todos sus compañeros. Dos veces salieron y creo que si no hubiera hecho tanto calor, el público hubiera seguido aplaudiendo obligándoles a salir una tercera.
Con la magia de haber visto en vida al último de los grandes emperadores regresamos andando al hotel por última vez. Regresamos con las piernas exhaustas, la frente brillante de salud y el espíritu pleno por haber aprovechado cada minuto y cada recodo de Mérida.
“No es que dispongamos de poco tiempo, es que perdemos mucho. Bastante larga es la vida y aún sobrada para llevar a cabo las mayores empresas, pero cuando discurre entre el lujo y la ociosidad, cuando no se destina a nada provechoso, sólo al vernos, por fin, obligados a cumplir nuestro último deber, sentimos que ha pasado aquella vida cuya marcha no percibíamos”. Séneca. 4 a.C- 65 d.C
Un comentario en “Mérida en dos días: Museo, anfiteatro y el imprescindible Festival de Teatro”