
Cuenta la historia que la Vila Joiosa (Villajoyosa), ubicada sobre «una lengua de mar», fue durante años un pueblo sometido a constantes ataques llegados del Mediterráneo que mantenían a sus habitantes, cristianos viejos, en un estado de permanente alerta. Corría el mes de julio de 1538 cuando el servicio de espionaje de la Corona de España advertía al gobernador de la plaza que una flota merodeaba por la zona tras haber arrasado los días previos las islas pitiusas.
De mayo a septiembre se abría para los argelinos la temporada de las razias, avivados por los vientos favorables que les impulsaban a las costas españolas. En tierra, pescadores y agricultores de Villajoyosa libraban también sus propias luchas contra las compañías estraperlistas que ejercían el contrabando en sus posesiones.
Cada año, desde hace más de dos siglos, Villajoyosa rememora el 27 de julio aquellas contiendas como prolegómeno del «Desembarco», acto declarado de Interés Turístico Internacional que arrancó a las cuatro y media de la madrugada del 28 de julio.

En la especificación del Alijo, el ejército cristiano espera en la playa Centro de la villa para cercar a los «fascinerosos piratas» que intentan poner a salvo los bienes incautados en sus saqueos. Frente a atónitos bañistas, los festeros de las compañías «Marinos» y «Pescasores», que emulan estar faenando en la mar, salen al encuentro de los «Piratas Corsarios» para impedir que lleguen a la costa. Al tiempo, en el castillo -ubicado también en el paseo marítimo-, el gobernador de la ciudad, la Reina Cristiana Almogàver y los caballeros esperan cautos el desenlace del encuentro.

El «Alijo» culmina cuando la gente del mar escolta a los villanos hasta las puertas de la fortaleza, avanzando al sonido de los disparos de trabucos que amedrantan a los centenares de habitantes y curiosos que no se pierden baza.
Entonces arranca la Embajada Contrabandista. «Alto, quien viene», se escucha al gobernador del castillo. «La gente de los campos de Andalucía, los que no temen a la muerte porque desprecian la vida», responde el bandolero, quien asegura que llega para ofrecer «la bravura» de sus gentes para combatir la amenaza musulmana que se cierne sobre el pueblo.

«Lo desprecio, escoria de la nación, que vais sembrando el luto, villanos, hipócritas, ladrones», responde entonces el gobernador desmereciendo la ayuda. Pero los andaluces insisten. «Venimos a defender nuestra patria como gente brava y heroica que encontró la perla de los mares, la gentil Villajoyosa». Ante la suspicacia de los de la torre, el embajador contrabandista informa. «Hemos visto azules banderas moras» tomando posiciones en «El Xarco» y «El Paraíso», costa sur del municipio. Las dudas entonces se despejan y los cruzados deciden abandonar «la lucha fratricida para marchar unidos en defensa de la Patria» con los «leones de Andalucía».
Tribus beduinas se unen al Rey Moro
Al término de la Embajada Contrabandista, el bando moro toma el testigo para emular, sobre el mismo escenario, otro supuesto hecho acaecido en lejanas tierras. El momento en que el líder sarraceno llama a la contienda y a su embajada, en tierras argelinas, acuden los infieles para conquistar la tierra ansiada.


La unión de las tribus beduinas a las huestes del Rey Moro se produce también frente al castillo de la plaza, aunque antes parten desde el paseo del País Valencia las compañías moras, que descienden desfilando por el carrer la Mar, vial por el que discurren las murallas renacentistas de la localidad.

El orden de este desfile arranca con el Rey, quien ha de llegar antes a la fortaleza para presidir la embajada. Los beduinos quedan para el final, arrancando a su llegada -provistos de alargadas espingardas- la Embajada Beudina. En ella, declaran a su soberano que acuden a conquistar «la perla grandiosa», la «Vila Joiosa», «rica, heroica y engalanada, que mora al pie del Puig camapana», y que está inmersa en «la supina ignorancia de su pueblo… que nada respeta y que causa horror a la ley de Mahoma».


El monarca Moro agradece entonces la ayuda de los «rostros pardos y sañudos» que llegan del desierto, ofreciéndoles riquezas y honor a cambio de su lealtad, convencido de que «armados con su arcabuz, humillarán toda lanza que se escude tras la Cruz».
Con ambos actos quedan los bandos armados, preparados para la batalla que arranca unas horas después, en plena madrugada, con los festeros del bando moro embarcándose en plena noche y los festeros cristianos acudiendo a aguardarles en la playa Centro, donde no pisarán tierra hasta el amanecer.
